Lo hermoso

Lo hermoso nada tiene que ver con las imágenes armónicas de colores fulgurantes que nos encandilan a diario. No, lo hermoso tiene que relacionarse con aquello que nos conecta con el sentimiento más profundo de comodidad, de familiaridad inequívoca, de sapiencia reconocida. Nada tiene que ver con los tiempos, sino que los supera, los suprime, los anula: no hay pasado ni presente ni futuro, pues todos ellos se condensan en un espacio que no comienza, que no acaba, sino que simplemente nos hace sentir resguardados y a salvo.

Lo hermoso no tiene límites en días o años, no tiene fecha de caducidad; simplemente se renueva desde su origen, desde el ápice mismo que nos maravilló con familiaridad en el primer momento. Lo hermoso no es distinto, no es igual a nada, es ambas cosas a la vez, pues es redescubrir detalles en aquello que siempre ha estado ahí, es encontrar sin buscar.

Lo hermoso perdura, no en el tiempo, sino en el espacio que llena el alma.

Septiembre

Septiembre nunca fue mi mejor mes. Era sinónimo de partida, de muerte, de miedo, de patria, de vida que no es vida. Era todo tan confuso, todo tan difuso. Era el mes de la angustia, de ese olor a carne a la parrilla que no cesaba, de la alegría que no era tal, del dolor y la incertidumbre, del insomnio infinito, del reloj que no contaba las horas ni los minutos, de un tiquitiquití tan hipócrita, que no cesaba de burlarse de todos nosotros con sus colores tradicionales y sus sonrisas plásticas vestidas tradicionalmente, mientras los otros se morían de infartos al alma, que comenzaban desde el ombligo y tumbaban todo el cuerpo con sacudidas incesantes, casi imperceptibles a la vista, pero que se llevaban las células de la memoria y causaban un dolor tan profundo que uno ni siquiera era capaz de elaborar un grito de ayuda, porque las palabras no servían, porque no lograban salir desde la garganta y la lengua se quedaba aturdida y había un frío impredecible que recorría las espaldas y se oían gritos a lo lejos y uno no sabía de dónde venían, no sabía de dónde salían y querías correr, pero los temblores en las piernas y en los brazos no lo permitían. Las lágrimas brotaban, como lluvia imparable, calientes y peligrosas y era una angustia tan horrenda, tan enorme, tan vacía de razón. Septiembre era mi maldición y mi sacrilegio, mi culpa, mi sentido de espera por algo mejor o menos malo, era ese pequeño secreto o pecado que no se puede revelar, era ese terror de pensar que me podía agarrar en la calle sin tener más culpa que caminar por la vía de la primavera que llegaba a rescatarme o a disuadirme de la alergia que me provocaba este mes de miseria y despedidas absurdas, del horror que me provocaba la crueldad humana y el cinismo y la hipocresía de sus responsables…

Septiembre, te deposité en el mar para que volvieras renovado desde su profundidad en sus olas de vida, en un futuro lleno de memoria y libre de recelo. Septiembre, volviste a mí como aquel que alguna vez fuiste y te quedaste adornando con tus flores y aromas la despedida de este invierno horrendo y maloliente. Septiembre, te llenaste de aquellos que partieron y dejaste un poco de su magia y música y te liberaste del horror, del sufrimiento, de las pesadillas y los gritos, de la amnesia constante y sonante de nuestra gente. Septiembre, recíbete a ti mismo tal como eres: alegre y dulce, lleno de esperanza. Septiembre, volviste a mi alma…

Como dos extraños

Y ahora que estoy frente a ti
parecemos, ya ves, dos extraños.
Lección que por fin aprendí
¡Cómo cambian las cosas los años!


Casi, casi te borraste. Prácticamente te perdiste. Y así, de la nada, apareciste un día cualquiera de invierno, sin planearlo. Y no fue lo que pensé ni nada parecido. Estuve años esperando un segundo que se diluyó como el agua y que, prácticamente, inventaste. Y no me dolió, no me dio alegría, no me dejó pensando en nada más que en lo irónica que es la vida. Y se me pasó….

Preguntas retóricas


ucronía.
1. f. cult. Reconstrucción lógica, aplicada a la historia, dando por supuestos acontecimientos no sucedidos,
pero que habrían podido suceder.


Hace unos días descubrí una nueva palabra: Ucronía… Que no quiere más que describir esos momentos en los que uno se pregunta «¿Qué hubiese pasado si…?». Y, bueno, la vida está llena de esas ucronías; de esos espacios de tiempo vacíos y paralelos, que llenamos con arrepentimientos y angustias pasadas, que nos huelen a un eventual mejor futuro ya pasado.

¿Qué hubiese pasado si en vez de estar acá, aún estuviera allá, con el frío hasta el cuello y la oscuridad en el horizonte de cada mediodía? ¿Qué hubiese pasado si hubiese seguido estudiando la primera carrera que elegí y no hubiera dado bote de un lado a otro durante tanto tiempo? ¿Qué hubiese pasado si me hubiese hecho la loca con la angustia que sentía al besar aquellos labios? ¿Qué hubiese pasado si no hubiese tomado la oportunidad de irme lejos por un rato? ¿Qué hubiese pasado si en vez de cruzar la calle por el medio, lo hubiese hecho en la esquina?

Habrían pasado muchas cosas distintas a las que ya ocurrieron y probablemente muchas cosas habrían cambiado… Habría pasado que tal vez ganaría mucho dinero inútil (pues no tenía con quién compartirlo), que habría odiado al idioma que ahora me da de comer, que no podría ser completamente yo, pues no tendría el cariño a flor de piel que tanto necesito, ni la luz del sol que tanto me derrite y me enamora, ni mi lengua hermosa y llena de recovecos, que tanto me apasiona. Hubiese pasado que habría dejado de conocer a una de las mejores partes de mi vida: mis amigos, que me llenan con sus gestos redondos y amables. Hubiese pasado que me habría vuelto loca de la terrible trampa en la que yo misma me había metido y hubiese muerto, cuando menos, un par de veces. Hubiese pasado que habría seguido preguntándome eternamente cómo será el mundo allá afuera (¿pertenezco a esta larga y angosta faja de tierra?). Hubiese pasado que jamás me habría percatado de la clase de persona que era quien yo consideraba el mejor amigo de la tierra, quien no se hizo problema al pasar a mi lado y sólo se dignó a mirarme y seguir su camino, impávido e indiferente.

Y claro que me hago esta clase de preguntas cada día. Afortunadamente, las respuestas son mucho más ciertas que las dudas, porque la emoción que producen es mucho más sincera que la razón que se cuestiona…

Descargo

Me dicen que soy rebelde, que siempre llevo la contra, que siempre peleo por lo que no va hacia ningún lado. Puede que sea cierto. Me declaro una inconformista total (y no por eso, desagradecida). Que defiendo lo indefendible o que siempre me pongo a favor de cosas distintas del resto. Y sí, me gusta pelear, me gusta saber que no todo es perfecto, porque si lo fuera sería una soberana lata. Me gusta opinar y decir que algo me parece o no. Creo que por eso, precisamente soy una de las pocas personas que defiende la política (y no a los políticos, necesariamente). A la gente le falta pensar, discutir, berrear si es necesario. Y es que mis recuerdos más potentes de infancia están relacionados con hechos políticos de Estado. No tengo tan claro porqué, pero así es. A la gente se le olvida que todo tiene que ver con política -que, a veces, poco y nada tiene que ver con esos que se llaman “políticos”-, que el mundo está hecho de reglas, libertades y responsabilidades, que es una forma de vivir, no de otros, sino de todos los que habitamos el planeta. En menor o mayor medida…
No sé si seré un bicho raro o, al menos, una contestataria y rebelde ciudadana, quien prefiere patalear ante lo que le parece injusto. Y ojalá lo hiciera más seguida y consistentemente. Y cumplo con mis deberes también.

No sé si el espíritu cívico me brotó dadas las represivas y terroríficas circunstancias políticas de otro tiempo, aun cuando mi infancia sí fue feliz, entendiendo también que la de los otros no era tan parecida a la mía; o, si bien, se plasmó a lo largo de mi adolescencia, leyendo cuanto libro sobre el tema se cruzara ante mis manos. Quizás venía en mis genes, no lo sé…

Razones hay muchas, tantas, que ya ni me atrevo a contarlas, pero el hecho es que no puedo declararme indiferente a lo que sucede cada día en mi país y el mundo en el cual vivo, porque soy parte de la sociedad (quiéralo o no). Y, a veces, es tanta la información o la tragedia (la información suele ser tragedia) que uno no logra más que sobrecogerse y sentirse infinitamente desvalido, impotente o inútil ante tanto acontecimiento… y esa suele ser la razón por la cual tanta gente se automargina de la política, sin entender que su no-acción es un acto político en sí mismo. Y, debo confesar con muy poco pesar, que esa actitud me indigna en lo más profundo, a un punto casi sobrenatural (especialmente cuando es esa misma gente la que más reclama y protesta por todo). Porque es esa actitud, precisamente, la que permite que ciertos personajes se adueñen de un espacio público, donde el que tira la mejor oferta 2 x 1, gana. ¿Para qué discutir? ¿Para qué pensar, si otros lo pueden hacer por uno? Dejar a los gaznápiros en el poder… claro, ¡esa es la solución! ¡Bah! Es más fácil acoger la idea del progreso express, que venir a explicarles a una manga de palurdos porqué es necesario educar y trabajar o aspirar a tener protección social e informarse sobre las leyes.

Me cuesta creer que exista tanta gente se sienta sin ganas de patalear, cuando para mí es una necesidad básica. Claro, no puedo pedirles a todos que piensen como yo, pero porlamalditacresta que me gustaría.

BA2 4RG

Noche canalla, que no me deja dormir, que ni siquiera me deja pensar claramente. Se me agolpan momentos, visiones, uno que otro recuerdo sin importancia y un montón de sensaciones extrañas. Me veo en una ciudad distinta, ajena, caminando en otro idioma y sintiéndome, por primera vez, parada en mis dos piernas, sola frente al mundo; mirando el río desde la distancia cercana, añorando que éste me llevara lejos, a mi caudal de siempre, sucio y maloliente, pero mío al fin.
Pasearme por sus calles, me lleva inevitablemente a pasearme por mi vida, mirar hacia adentro y mirar desde fuera todo aquello que me parecía tan propio y no lo era. De sentirme como un ente vulnerable a todo, incluso a la lluvia y, sin embargo, hacer vista gorda ante los demás que me rodean.
Vuelvo inevitablemente a esas calles, a ese cielo siempre amenazante, a la sensación de libertad desmedida, al sabor inexistente del pan seco, a la soledad que yo busqué y padecí y disfruté, sin sentir que me moría, pero sintiendo hasta el último minuto que así no se vivía, así no se podía ni se puede vivir, no porque haya sido malo, sino porque era demasiado distinto: era demasiado invierno, demasiado espacio, demasiado todo y demasiado nada. Vuelvo a ese verde fulminante, donde quiera que fuera, y lo extraño con la nostalgia posible de extrañar el aire fresco, las noches estrelladas, la vida más fácil y más llena de libros. Y, sin embargo, es un paisaje al que no me atrevo a volver tan cotidianamente, porque la belleza abruma cuando se está solo…

La Pasión

¡Maldita sea! Se me vino la pasión encima cuando al fin me estaba enrielando en mi profesión, cuando por fin dejé de cuestionarme todo, me relajé y me dejé fluir. Y ahora que disfruto lo que hago y lo paso bien, me doy cuenta que eso no es suficiente, que hay algo que me llama y siempre me ha llamado… Y no es terrible, pero no deja de ser aterrador. Tampoco es difícil, pero sí paralizante (al menos, por el impacto de que venga tan calmada y fluidamente). Siempre lo supe, pero nunca lo asumí: cambié de vida, cambié de país, me cambié de casa tantas veces, cambié de religión y lo único que permaneció fue mi amor por el idioma que me vio nacer y el que me ha guiado a ser una maniática absoluta de sus aciertos y flaquezas; no el que me da de comer, pero el que me hace vivir…

Aquí

Aquí, donde todo es mentira en el paisaje que sigo observando. Aquí, donde todo lo más absurdo tiene tanta importancia, donde lo trascendente duerme en el senado, donde las madres que lloran a sus hijos muertos sólo importan para la foto y lo que nos mueve es la vida amorosa de la estrella de turno. Aquí, donde lo que hace bien es la vida misma, es precisamente eso lo que nos negamos. Aquí, donde el frío quema en carne viva y el insomnio es sólo una excusa para provocar una inspiración que no llega. Aquí, donde los viejos no tienen destino y se cagan de hambre; aquí, donde la gente roba porque se aburre de promesas, donde las viejas refinadas juegan a la presidencia, donde la manipulación se esconde tras la sonrisa estúpida de quien auspició la muerte y la sangre. Aquí, donde los verdugos y ladrones compran mansiones arriba del cerro y son atendidos por sus fieles mamarrachos. Aquí, donde la vocación de la guerra es más fuerte que la utilización del pensamiento. No necesito nadar en este océano de inquietudes, no quisiera cantar himnos patrioteros nunca más, no quisiera honrar estatuas, no necesitaría credenciales para mostrarme tal como pienso que puedo llegar a ser, no quiero su maldita figura ensombreciendo el camino.

Me cuesta entender ese mundo que no quiero. Me cuesta entender el transcurso de las horas, el orden del mundo; que la gente trabaje de nueve a cinco, o patine en las canchas de patinaje, o lea en las bibliotecas, o baile frente a los espejos, o viaje los fines de semana a la costa. Me cuesta entender que ese orden sea más importante que la vida misma, que la gente se someta a una alucinación que ellos mismos se inventan, aun cuando les repugne. Me cuesta entender que no existan más espacios de encuentro, cuando el mundo está lleno de lugar para nosotros. Prefiero darme cuenta que, a pesar del horror y el miedo, siempre hay un pequeño destello, un halo verde o rosa que llena los pulmones de aire, que cristaliza la mirada, que hace pisar un poco menos duro y sonreír de vez en cuando, siempre hay una palabra o un gesto que hace la vida un poco más llevadera. Siempre hay un chorro de agua en una tarde calurosa…

Un día de estos, tal vez, veré la vida así, como se supone que debiera ser: un poco más llana, un poco más real y me desprenderé de este territorio de sueño que me encapsula. Un territorio donde los nombres significan algo, donde los gatos me miran de frente, donde hay palabras que reconocen el valor de seguir respirando, donde el desencanto se frota contra la ilusión, donde las llamadas parecen y son el saludo más frívolo que nos damos, de donde me cuesta tanto salir…

El «Fuente»

Es como un recuerdo diluido en la memoria. A veces me miro y encuentro tantos vestigios de él en mí, que me espanto un poco y, luego, comprendo la normalidad de que eso sea así. Fueron tantas cosas, fue tanto tiempo que no podría haberlo echado tan así como así al baúl de los recuerdos. Y si finalmente lo hice, no fue voluntariamente, sino más bien por una petición silenciosa e inequívoca. Y tal vez ahora lo entiendo… o lo agradezco, pero eso no le quita su cuota de dolor. ¿Cómo explicar el cariño a quien todo le resbala? ¿Cómo una persona que significó tanto para uno, puede ahora ser sólo un ciudadano más, sin pasado, sin futuro y sobre todo sin presente ante ti? Lo curioso es que tampoco me extraña. Han pasado tantos años y, claramente, los sentimientos cambian. Describir lo que sentí por él, no tiene ningún sentido, porque ya es agua bajo el puente. Sí, me enamoré como niña chica… porque lo era y creía que me moriría de amor por esta persona que curiosamente no demostraba nada ni enseñaba algún vestigio de su vida…
Pero lo que significó él en mi vida aún repercute. Me quedo pensando y me emociono un poco, porque si estuvo presente durante tantos años, no fue precisamente por ese amor platónico que sentía por él, sino por todo lo que logró aflorar en mí gracias a su presencia, que iba más allá del enamoramiento. Tal vez sea difícil de entender, pero para una niña tímida al extremo máximo, que nada bueno ve en sí misma y vive profundamente sus intereses tan distantes a los de sus pares, es sorprendente pensar que alguien puede fijarse en ella en un modo distinto al de la crítica o indiferencia soberana. Que este tipo haya llegado a mi vida y haya creído en mí, en lo que yo hacía, me abrumó… Y fue él quien me guió en lo que yo más quería en la vida: escribir. No fue quien me enseñó el amor por las palabras, pero sí quien me ayudó a darle un sentido y una finalidad.

Ahora, tantos años después, no es más que un recuerdo. Dulce y triste, a la vez. Un recuerdo que guardo con cariño, pero sobre todo, con mucho agradecimiento… aunque él nunca lo buscó. Aunque él nunca se sintió aludido por mi infinita sentimentalidad adolescente, porque todo era demasiado ridículo para él. Pero me tenía fe. Y guardo entre mis momentos favoritos aquel del reencuentro, no porque haya pedido perdón en una manera que jamás me llegué a imaginar, sino porque yo me liberé de todo lo que siempre quise decirle… Y ahora, le dedico estas líneas, ya sin rabias ni tristezas, sólo como prueba de que en algún rinconcito de mi alma aún sigue escondido, dando saltitos e instrucciones como siempre, recordando que alguna vez fue él mismo quien me pidió que lo hiciera…

El viejo hábito

Cuando tenía quince -insoportables- años, no paraba de escribir… Todo se transformaba en un pequeño relato en el cuaderno de la asignatura de turno de ese momento. Todos esos sentimientos intensamente adolescentes quedaron plasmados entre las partes de la planta y los complementos circunstanciales de tiempo y lugar y, así fui creciendo a través de ese dulce (o maldito), y ahora viejo, hábito. En esa época todo me significaba un montón de páginas escritas (sobre todo, mi amor por cierto profesor), que llenaba de adjetivos o eufemismos, que se convirtieron en mis mejores amigos.

Ahora, varios (tantos) años después, éste sigue siendo mi «pasatiempo» favorito, aunque ya no tenga tanto que decir o tal vez ahora filtre más. Al parecer el tiempo te llena de ataduras, de bloqueos, de una estúpida barrera de obstáculos, que entorpecen lo que realmente quieres decir y, por lo tanto, lo que eres… Quizás por eso cuesta tanto sacarlo afuera.

Los sentimientos intensos permanecen, las ganas de llenar páginas también (no por el mero hecho de llenarlas)… Ahora pesa más la coherencia tal vez. O las ganas de ella. Y ese es otro obstáculo… Pero así, como les pido a otros (por ejemplo, mis alumnos) que se relajen y se dejen llenar de lo que trato de enseñarles, yo debiera hacer lo mismo: dejar de estar tan consciente sobre mis errores o desaciertos y comenzar a disfrutar de lo que más amo en la vida: las palabras.